Un característico olor a azufre azotó la nariz de William. Efectivamente, lo que parecía un sueño mostrado por un malvado Morfeo, era una clara realidad. La casa estaba ardiendo por lo cuatro costados.
Construida en adobe y paja, materiales que alimentaban felizmente las llamas, con una estancia donde se cocinaba, posiblemente origen del fuego, y una pequeña habitación que hacía las veces de dormitorio, donde en ese preciso instante dormía junto a toda su familia, su esposa y sus cuatro hijos.
Los despertó con celeridad y casi se diría bruscamente, lo que provocó que los más pequeños se asustaran, para seguidamente salir prestos de aquel infierno.
Caras desoladas, tiznadas, lágrimas en los ojos, una desolación que sólo compensaba el saber de estar todos vivos, por los pelos. William miraba ora su hogar, ora su familia, y pensaba que la situación sería en adelante harto complicada. Todas sus pertenencias, que eran muy pocas, estaban siendo pasto de las llamas. No les quedaba nada, pensó.
A Marco, el amanecer, al igual que al protagonista de su sueño, le trajo una profunda desolación, aunque por un motivo menos material. No quería ir al instituto esa mañana, tenía miedo, se sentía inseguro, hundido, y un dolor metafísico le atenazaba el estómago.
Su madre desde la puerta del dormitorio le animó a que se levantara, le dijo que el desayuno lo tenía preparado en la mesa de la cocina y que el autobús no tardaría en pasar.
Al incorporarse se dio cuenta que una vez más había mojado la cama y un escalofrío le corrió por toda la espina dorsal. Aquella inseguridad y aquel miedo aumentó exponencialmente junto con unas terribles ganas de no seguir con vida…