La vela se consumía lentamente en un rincón de la estancia, provocando una sibilina penumbra. Una habitación que sólo contaba con una silla, un reducido y viejo secreter y un desvencijado camastro, sobre el cual, de rodillas en el suelo, se apoyaba el padre Edward con las manos entrelazadas sobre el pecho.
Rezaba con ansiedad pero en silencio. Un oscuro remordimiento se había apoderado de él tras los últimos acontecimientos, hasta el punto que para calmar su conciencia y purificar su alma decidió hacer uso de su olvidado cilicio sobre su muslo izquierdo, ya que mucho se temía, sólo con la oración no expiaría sus pecados.
– ¡Dios mío! ¿Podrás perdonarme?.-
G. Sayah